07 septiembre 2006

Respuesta sobre Proyecto Gran Simio a Adela Cortina (El País)


El Proyecto Gran Simio (en adelante PGS), no cuestiona las preferencias y la diferencia de especie. Lo que cuestiona, el PGS, es el extermino, la crueldad, el maltrato, la esclavitud, la cosificación de otros seres, por el simple hecho de no pertenecer a nuestra especie. En eso consiste el especismo que condena el animalismo, y no en lo que erróneamente afirma Adela Cortina, en un reciente artículo publicado en el diario El País (“La pequeña simia, El País, 6-9-2006”) [Se adjunta abajo].

En este artículo, Cortina usa, de manera fraudulenta, el concepto “especismo”, para contravenir los fines y el sentido del mismo. El fraude conceptual que realiza es muy similar a un tipo delictivo denominado “fraude de ley”, y que consiste en usar la ley para producir resultados contrarios a los previstos por la ley.

La cercanía de los grandes simios (genética, evolutiva, etológica, cultural) con nuestra especie no determina el “derecho a tener derechos” (a ser protegido del maltrato, la tortura o la crueldad), sino el modo en que esta protección se realiza. ¿Por qué? Pues porque los derechos son instrumentos de protección institucional de bienes que se consideran valiosos en si mismos. Y los bienes (cualidades, propiedades) de los grandes simios son muy similares a los del los seres humanos. Los orangutanes, gorilas, chimpancés y bonobos son casi humanos, tienen casi los mismos bienes y, por tanto, deben tener casi los mismos derechos.

Adela Cortina parece no entender qué significan los privilegios, cuando acusa al PGS de generar privilegios para los grandes simios. No hay en PGS privilegio alguno, pues el privilegio implica desigualdad injustificada entre iguales. Que existan leyes específicas para la protección de la infancia, para la promoción de los discapacitados o de discriminación positiva de género, no supone que los niños y las niñas, los discapacitados o las mujeres gocen de privilegios. Muy al contrario, estas leyes legitiman sus especificidad en el objetivo de impedir que la diferencia degenere en desigualdad.

Para el animalismo y para el ecologismo, la decisión política y ética central no reside en qué derechos, sino en quién tiene “derecho a tener derechos”. Cuáles sean estos derechos depende más del conocimiento empírico (esencialmente científico) que tenemos de las distintas condiciones evolutivas, biológicas y culturales de las especies, que de una decisión ética o política. Para el PGS, como para todo el animalismo y el ecologismo, es la comunidad biótica toda la que tiene derecho a tener derechos (el grado y el modo dependen de las condiciones específicas).
La identificación entre el conjunto de la comunidad biótica y el conjunto de la comunidad moral, que realiza la ética ecológica y animalista, proviene de la experiencia de la misma crisis ecológica. Esta nos enseña que la vida se basa en el entrelazamiento cooperativo, incluso en el conflicto y la competencia de múltiples formas de vida y existencia (la “trama de la vida”, que dice Capra) (interdependecia), y en la importancia irremplazable de la pluralidad de distintas formas de vida y existencia (biodiversidad y geodiversidad). La ignorancia de estos dos principios, unida a nuestro formidable potencial tecnodestructivo, conduce a la crisis ecológica y a la puesta en peligro de nuestra propia supervivencia. La guerra de bioexterminio, que la especie humana inició hace siglos, se ha revelado, en realidad, como una guerra suicida.

El intento que Cortina realiza, de reducción al absurdo de la argumentación filosófica utilitarista, en lo tocante al sufrimiento animal, no deja de ser una suerte de “pellizquitos de monja” filosóficos de una deontologista profesional (no confundir con odontólogo, por favor) al “eterno rival” utilitarista. No es cuestión de entrar aquí en un debate sobre la evolución del utilitarismo y las diferencias entre el utilitarismo de regla y el de la media, o la importancia del consecuencialismo.

Al final del artículo, Adela Cortina apuesta más para evitar el sufrimiento animal, por la responsabilidad que por los derechos. Sin que explique muy bien que tiene eso que ver con la crítica al utilitarismo y a las supuestas incoherencias especisistas del PGS. Vuelve a ignorar, Cortina - y esto sí es achacable al talante de su tribu filosófica -, que no hay responsabilidad (obligación) sin derecho, aunque sí puede haber derecho sin responsabilidad. La prueba de ello es que no existen obligaciones o responsabilidades, para con uno mismo. Apostar sólo por la responsabilidad, sin derechos, es seguir negando los derechos y, por tanto, finalmente, también la responsabilidad. Por eso, el PGS apuesta por los derechos, de los cuales se deriva la responsabilidad legítima, la de respetar los derechos.

En algo sí estoy, por fin, totalmente de acuerdo con el artículo de Adela Cortina: la injusta discriminación de género que supone hablar de grandes simios y no de grandes simias. Es cierto. Debería corregirse este sesgo sexista en el lenguaje. Pero debería también, Adela Cortina, “aplicarse el cuento” a sus propios textos. Les cito el título de un artículo publicado por esta autora, en la Revista Iberoamericana de Educación (número 7, enero-abril de 1995): “La educación del hombre y del ciudadano”.

Francisco Garrido

La pequeña simia
ADELA CORTINA
EL PAÍS - Opinión - 05-09-2006

Si yo fuera una pequeña simia, estaría francamente molesta. ¿A qué cuento viene defender un "Proyecto Gran Simio", excluyendo a las simias y a los pequeños simios? ¿Por qué esa doble discriminación?

Dejar fuera al sexo femenino ya es habitual, claro, pero no por eso menos inaceptable. Se me dirá: pero es que el rótulo es traducción del inglés (Great Ape Project), y en ese idioma los adjetivos no se modulan con géneros gramaticales. Más a mi favor. Traducir no es copiar de forma servil, y un buen traductor vierte el original al nuevo idioma, haciéndolo accesible a sus hablantes. Así pues, en principio: simio y simia, o viceversa.

Pero después la cosa se complica: ¿por qué grandes y no pequeños y pequeñas? No se entiende. En lo que se me alcanza, una de las razones fundamentales para la defensa de los animales es evitar caer en el "especieísmo" o "especismo", término acuñado por Richard Ryder en un escrito sobre los experimentos con animales, que se utiliza ya habitualmente para criticar la posición de quienes justifican dar preferencia a los seres humanos por pertenecer a la especie Homo sapiens.
Aseguran los críticos del especismo que la naturaleza como tal no privilegia a ninguna especie sobre otra, y en esto llevan razón, como ya decían hace un par de siglos filósofos como Kant. Los terremotos y la erupción de los volcanes -aseguraba Kant con todo acierto- destruyen a todo tipo de seres y no se detienen con respeto ante ninguno de ellos. Son precisamente los hombres quienes aseguran que los miembros de la especie humana tienen derechos a los que corresponden deberes. Y eso -concluye el crítico del especismo, a diferencia de Kant- es una decisión tan arbitraria como podría serlo recurrir a otros límites biológicos, como la raza, y entonces incurriríamos en racismo, o el sexo, lo cual nos llevaría al sexismo. A fin de cuentas -continúa el crítico del especismo-, los seres humanos pertenecen al género "animal" y no se ve por qué es de recibo venerar con mayor entusiasmo a una de las especies que componen ese género, o por qué no se privilegian otras delimitaciones biológicas. Limitarse a la especie es arbitrario y, por tanto, caer en especismo.

Ocurre, sin embargo, que en textos oficiales de nuestro país, en los que se propone adherirse al Proyecto Gran Simio, se alude, como motivos para sumarse al proyecto, a "la cercanía evolutiva y a la vecindad genética que tenemos con nuestros parientes, los grandes simios (secuencia del ADN de los grandes simios)", y al hecho de que compartamos "la inmensa mayoría de nuestro material genético con estos seres", de donde se sigue que son "compañeros genéticos de la humanidad".

Si éstas son las razones, no parece que podamos librarnos del sambenito de especistas, porque lo único que hacemos es seguir privilegiando a nuestra especie y extender el privilegio a aquellos que se nos asemejan, a nuestros parientes. Y sabido es que las gentes no suelen defenderse sólo a sí mismas, sino a ellas y a sus parientes, incluso a sus amigos. Aquellos que demuestren cercanía genética con nosotros, incluidos en el club de los que tienen derechos y son destinatarios de deberes directos. Los demás, ya veremos más adelante. No parece un razonamiento muy contundente, entre otras cosas, porque igual de arbitrario es incluir sólo a la especie humana, que a ésta y a sus allegados. Por eso los animalistas en realidad no deberían estar de acuerdo con este proyecto, ni tampoco los críticos del especismo en general, ni, en particular, los utilitaristas y los que defienden los derechos de los animales por reconocerles un valor interno.

En lo que hace al utilitarismo, verdad es que quien lanzó este proyecto en primera instancia, Peter Singer, es uno de los más destacados defensores de los derechos de los animales. Pero su razón para defen-derlos no puede ser la del parentesco genético, sino una que no privilegia a los grandes simios frente a los demás. Acogiéndose a la bellísima declaración de Jeremy Bentham "la cuestión no es ¿puede razonar?, ¿puede hablar?, sino ¿puede sufrir?", el límite del reconocimiento de derechos se situaría en la capacidad de sufrir.

Ciertamente -asegura el utilitarista-, todos los seres que tienen capacidad de sufrir tienen por lo mismo intereses: el interés en no sufrir y sí disfrutar. Las decisiones deben tomarse, pues, atendiendo a esos intereses, es decir, al mayor bien del mayor número de seres con capacidad de sufrir. Entendiendo por "mayor bien" evitar en el mayor grado posible el sufrimiento y aumentar el placer de dichos seres. Lo cual obliga, claro está, a calcular en cada caso qué puede proporcionar mayor bienestar a la mayoría, qué seres son capaces de sufrimiento mayor y más intenso, y cómo queda la suma del conjunto.

Puede que en ocasiones los simios grandes puedan sufrir más que los pequeñitos. Pero en buen cálculo utilitarista, el sufrimiento de muchos pequeños puede ser superior al de unos pocos grandes, y ésa es una razón contundente para incluirlos en el proyecto. La medida del sufrimiento no es la de la cercanía genética, y cuando se empieza a calcular el número de individuos que sufren y la intensidad relativa de sus sufrimientos, tener en cuenta sólo a unos pocos es absolutamente arbitrario.

En un sentido cercano, un animalista destacado como Tom Regan critica al utilitarismo por entender que los cálculos de mayorías pueden sacrificar a individuos concretos. Por eso propone seguir reconociendo que los seres humanos tienen un valor interno y, por tanto, derechos, pero propone también extender esta consideración a todos aquellos seres que son capaces de experimentar una vida. De ellos habría que decir -piensa Regan- no sólo que tienen intereses, como asegura el utilitarista, sino también que tienen un valor inherente. De donde se sigue que deberían reconocerse derechos a todos ellos, sin necesidad de cálculos del mayor bien que pueden aplastar a los individuos.

Viene a la memoria el discurso de Hermann Daggett The Rights of Animals, pronunciado en 1791 en el Providence College de Yale, asegurando que Dios ha dado a todas las criaturas una esfera en la que desenvolverse y también unos privilegios que pueden llamar suyos, de donde se sigue que hay derechos de los animales tan sagrados como los de los hombres. O más todavía, la figura luminosa de Francisco de Asís reconociendo la fraternidad con la naturaleza toda.
Pero tales recuerdos y el discurso anterior no hacen sino abrir un gran número de preguntas bien difíciles de responder. ¿Dónde poner el límite de los derechos que reclaman justicia? ¿Dónde el de la vulnerabilidad que exige una protección responsable por parte de quien puede ejercerla? ¿En la especie humana? ¿En la capacidad de sufrir? ¿En el género animal? ¿En la naturaleza toda?

Tal vez la solución no consista en extender el discurso de los derechos a todo bicho viviente, sino en potenciar la responsabilidad de quienes pueden proteger a seres que son valiosos y vulnerables y no lo hacen. En este caso, potenciar la responsabilidad de los seres humanos.

Adela Cortina - es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia y directora de la Fundación Étnor.

1 comentario:

O.Khayyam dijo...

que moneria... venga por favor!! la gente muriendose de hambre en el mundo y vosotros con semejantes soplapolleces.. es verdad que a veces compensa más defender animales que personas... somos más joputas nosotros.. pero no nos hagais gastar dinero en mierdas... hay demasiada gente durmiendo en cajeros y en bancos sois... en fin