28 septiembre 2006

La peligrosa metáfora de Monseñor Amigo


Leo en su periódico, con gran indignación moral (la moral es privilegio de los laicos, pues los creyentes lo que tienen es “temor de Dios”), la equivalencia metafórica que Monseñor Amigo, Cardenal de Sevilla (¡ojo al dato¡), hace entre la Santa Inquisición y lo que él denomina, al parecer en un reciente libro de su personal autoría, “nueva inquisición” de los laicos que critican a la Iglesia con la sola arma de su palabra y sus razones.

Es paradójico que, precisamente, el Cardenal de una ciudad como Sevilla, donde tantas personas fueron detenidas, asesinadas, cruelmente torturadas o vilipendiadas por el sambenito, a causa del tribunal inquisitorial, utilice de forma tan frívola la palabra Inquisición.

Recuerde, monseñor Amigo: “campo de los mártires”, en la actual Santa Justa, Callejón y Castillo de la Inquisición en Triana, plaza de San Francisco, geografía sevillana de infamia y del horror. Perseguidos por el simple hecho de expresar dudas sobre si “Dios es uno y trino o uno que trina”, por ser luterano (o por haber leído la Biblia), por ser homosexual (o por ser acusado de homosexual), por morisco o judaizante. O por erasmistas, por bruja, o por iluminista…, sufriendo lo indecible y, en ocasiones, pagando con su vida. Las salas de tortura inquisitoriales harían parecer un cuento para niños a las películas sadomasoquistas más gores.

La memoria de esas víctimas no merece el ultraje moral de la banalización de su sufrimiento, con metáforas, tan injustas como inmorales de Monseñor, de la libertad de expresión y de crítica, en una sociedad democrática, con la tortura, en una sociedad teocrática. Más le valdría, Monseñor, recordar metáforas más evangélicas, como aquélla de ver la “paja en el ojo ajeno, y no ver la viga en el propio”.

07 septiembre 2006

Respuesta sobre Proyecto Gran Simio a Adela Cortina (El País)


El Proyecto Gran Simio (en adelante PGS), no cuestiona las preferencias y la diferencia de especie. Lo que cuestiona, el PGS, es el extermino, la crueldad, el maltrato, la esclavitud, la cosificación de otros seres, por el simple hecho de no pertenecer a nuestra especie. En eso consiste el especismo que condena el animalismo, y no en lo que erróneamente afirma Adela Cortina, en un reciente artículo publicado en el diario El País (“La pequeña simia, El País, 6-9-2006”) [Se adjunta abajo].

En este artículo, Cortina usa, de manera fraudulenta, el concepto “especismo”, para contravenir los fines y el sentido del mismo. El fraude conceptual que realiza es muy similar a un tipo delictivo denominado “fraude de ley”, y que consiste en usar la ley para producir resultados contrarios a los previstos por la ley.

La cercanía de los grandes simios (genética, evolutiva, etológica, cultural) con nuestra especie no determina el “derecho a tener derechos” (a ser protegido del maltrato, la tortura o la crueldad), sino el modo en que esta protección se realiza. ¿Por qué? Pues porque los derechos son instrumentos de protección institucional de bienes que se consideran valiosos en si mismos. Y los bienes (cualidades, propiedades) de los grandes simios son muy similares a los del los seres humanos. Los orangutanes, gorilas, chimpancés y bonobos son casi humanos, tienen casi los mismos bienes y, por tanto, deben tener casi los mismos derechos.

Adela Cortina parece no entender qué significan los privilegios, cuando acusa al PGS de generar privilegios para los grandes simios. No hay en PGS privilegio alguno, pues el privilegio implica desigualdad injustificada entre iguales. Que existan leyes específicas para la protección de la infancia, para la promoción de los discapacitados o de discriminación positiva de género, no supone que los niños y las niñas, los discapacitados o las mujeres gocen de privilegios. Muy al contrario, estas leyes legitiman sus especificidad en el objetivo de impedir que la diferencia degenere en desigualdad.

Para el animalismo y para el ecologismo, la decisión política y ética central no reside en qué derechos, sino en quién tiene “derecho a tener derechos”. Cuáles sean estos derechos depende más del conocimiento empírico (esencialmente científico) que tenemos de las distintas condiciones evolutivas, biológicas y culturales de las especies, que de una decisión ética o política. Para el PGS, como para todo el animalismo y el ecologismo, es la comunidad biótica toda la que tiene derecho a tener derechos (el grado y el modo dependen de las condiciones específicas).
La identificación entre el conjunto de la comunidad biótica y el conjunto de la comunidad moral, que realiza la ética ecológica y animalista, proviene de la experiencia de la misma crisis ecológica. Esta nos enseña que la vida se basa en el entrelazamiento cooperativo, incluso en el conflicto y la competencia de múltiples formas de vida y existencia (la “trama de la vida”, que dice Capra) (interdependecia), y en la importancia irremplazable de la pluralidad de distintas formas de vida y existencia (biodiversidad y geodiversidad). La ignorancia de estos dos principios, unida a nuestro formidable potencial tecnodestructivo, conduce a la crisis ecológica y a la puesta en peligro de nuestra propia supervivencia. La guerra de bioexterminio, que la especie humana inició hace siglos, se ha revelado, en realidad, como una guerra suicida.

El intento que Cortina realiza, de reducción al absurdo de la argumentación filosófica utilitarista, en lo tocante al sufrimiento animal, no deja de ser una suerte de “pellizquitos de monja” filosóficos de una deontologista profesional (no confundir con odontólogo, por favor) al “eterno rival” utilitarista. No es cuestión de entrar aquí en un debate sobre la evolución del utilitarismo y las diferencias entre el utilitarismo de regla y el de la media, o la importancia del consecuencialismo.

Al final del artículo, Adela Cortina apuesta más para evitar el sufrimiento animal, por la responsabilidad que por los derechos. Sin que explique muy bien que tiene eso que ver con la crítica al utilitarismo y a las supuestas incoherencias especisistas del PGS. Vuelve a ignorar, Cortina - y esto sí es achacable al talante de su tribu filosófica -, que no hay responsabilidad (obligación) sin derecho, aunque sí puede haber derecho sin responsabilidad. La prueba de ello es que no existen obligaciones o responsabilidades, para con uno mismo. Apostar sólo por la responsabilidad, sin derechos, es seguir negando los derechos y, por tanto, finalmente, también la responsabilidad. Por eso, el PGS apuesta por los derechos, de los cuales se deriva la responsabilidad legítima, la de respetar los derechos.

En algo sí estoy, por fin, totalmente de acuerdo con el artículo de Adela Cortina: la injusta discriminación de género que supone hablar de grandes simios y no de grandes simias. Es cierto. Debería corregirse este sesgo sexista en el lenguaje. Pero debería también, Adela Cortina, “aplicarse el cuento” a sus propios textos. Les cito el título de un artículo publicado por esta autora, en la Revista Iberoamericana de Educación (número 7, enero-abril de 1995): “La educación del hombre y del ciudadano”.

Francisco Garrido

La pequeña simia
ADELA CORTINA
EL PAÍS - Opinión - 05-09-2006

Si yo fuera una pequeña simia, estaría francamente molesta. ¿A qué cuento viene defender un "Proyecto Gran Simio", excluyendo a las simias y a los pequeños simios? ¿Por qué esa doble discriminación?

Dejar fuera al sexo femenino ya es habitual, claro, pero no por eso menos inaceptable. Se me dirá: pero es que el rótulo es traducción del inglés (Great Ape Project), y en ese idioma los adjetivos no se modulan con géneros gramaticales. Más a mi favor. Traducir no es copiar de forma servil, y un buen traductor vierte el original al nuevo idioma, haciéndolo accesible a sus hablantes. Así pues, en principio: simio y simia, o viceversa.

Pero después la cosa se complica: ¿por qué grandes y no pequeños y pequeñas? No se entiende. En lo que se me alcanza, una de las razones fundamentales para la defensa de los animales es evitar caer en el "especieísmo" o "especismo", término acuñado por Richard Ryder en un escrito sobre los experimentos con animales, que se utiliza ya habitualmente para criticar la posición de quienes justifican dar preferencia a los seres humanos por pertenecer a la especie Homo sapiens.
Aseguran los críticos del especismo que la naturaleza como tal no privilegia a ninguna especie sobre otra, y en esto llevan razón, como ya decían hace un par de siglos filósofos como Kant. Los terremotos y la erupción de los volcanes -aseguraba Kant con todo acierto- destruyen a todo tipo de seres y no se detienen con respeto ante ninguno de ellos. Son precisamente los hombres quienes aseguran que los miembros de la especie humana tienen derechos a los que corresponden deberes. Y eso -concluye el crítico del especismo, a diferencia de Kant- es una decisión tan arbitraria como podría serlo recurrir a otros límites biológicos, como la raza, y entonces incurriríamos en racismo, o el sexo, lo cual nos llevaría al sexismo. A fin de cuentas -continúa el crítico del especismo-, los seres humanos pertenecen al género "animal" y no se ve por qué es de recibo venerar con mayor entusiasmo a una de las especies que componen ese género, o por qué no se privilegian otras delimitaciones biológicas. Limitarse a la especie es arbitrario y, por tanto, caer en especismo.

Ocurre, sin embargo, que en textos oficiales de nuestro país, en los que se propone adherirse al Proyecto Gran Simio, se alude, como motivos para sumarse al proyecto, a "la cercanía evolutiva y a la vecindad genética que tenemos con nuestros parientes, los grandes simios (secuencia del ADN de los grandes simios)", y al hecho de que compartamos "la inmensa mayoría de nuestro material genético con estos seres", de donde se sigue que son "compañeros genéticos de la humanidad".

Si éstas son las razones, no parece que podamos librarnos del sambenito de especistas, porque lo único que hacemos es seguir privilegiando a nuestra especie y extender el privilegio a aquellos que se nos asemejan, a nuestros parientes. Y sabido es que las gentes no suelen defenderse sólo a sí mismas, sino a ellas y a sus parientes, incluso a sus amigos. Aquellos que demuestren cercanía genética con nosotros, incluidos en el club de los que tienen derechos y son destinatarios de deberes directos. Los demás, ya veremos más adelante. No parece un razonamiento muy contundente, entre otras cosas, porque igual de arbitrario es incluir sólo a la especie humana, que a ésta y a sus allegados. Por eso los animalistas en realidad no deberían estar de acuerdo con este proyecto, ni tampoco los críticos del especismo en general, ni, en particular, los utilitaristas y los que defienden los derechos de los animales por reconocerles un valor interno.

En lo que hace al utilitarismo, verdad es que quien lanzó este proyecto en primera instancia, Peter Singer, es uno de los más destacados defensores de los derechos de los animales. Pero su razón para defen-derlos no puede ser la del parentesco genético, sino una que no privilegia a los grandes simios frente a los demás. Acogiéndose a la bellísima declaración de Jeremy Bentham "la cuestión no es ¿puede razonar?, ¿puede hablar?, sino ¿puede sufrir?", el límite del reconocimiento de derechos se situaría en la capacidad de sufrir.

Ciertamente -asegura el utilitarista-, todos los seres que tienen capacidad de sufrir tienen por lo mismo intereses: el interés en no sufrir y sí disfrutar. Las decisiones deben tomarse, pues, atendiendo a esos intereses, es decir, al mayor bien del mayor número de seres con capacidad de sufrir. Entendiendo por "mayor bien" evitar en el mayor grado posible el sufrimiento y aumentar el placer de dichos seres. Lo cual obliga, claro está, a calcular en cada caso qué puede proporcionar mayor bienestar a la mayoría, qué seres son capaces de sufrimiento mayor y más intenso, y cómo queda la suma del conjunto.

Puede que en ocasiones los simios grandes puedan sufrir más que los pequeñitos. Pero en buen cálculo utilitarista, el sufrimiento de muchos pequeños puede ser superior al de unos pocos grandes, y ésa es una razón contundente para incluirlos en el proyecto. La medida del sufrimiento no es la de la cercanía genética, y cuando se empieza a calcular el número de individuos que sufren y la intensidad relativa de sus sufrimientos, tener en cuenta sólo a unos pocos es absolutamente arbitrario.

En un sentido cercano, un animalista destacado como Tom Regan critica al utilitarismo por entender que los cálculos de mayorías pueden sacrificar a individuos concretos. Por eso propone seguir reconociendo que los seres humanos tienen un valor interno y, por tanto, derechos, pero propone también extender esta consideración a todos aquellos seres que son capaces de experimentar una vida. De ellos habría que decir -piensa Regan- no sólo que tienen intereses, como asegura el utilitarista, sino también que tienen un valor inherente. De donde se sigue que deberían reconocerse derechos a todos ellos, sin necesidad de cálculos del mayor bien que pueden aplastar a los individuos.

Viene a la memoria el discurso de Hermann Daggett The Rights of Animals, pronunciado en 1791 en el Providence College de Yale, asegurando que Dios ha dado a todas las criaturas una esfera en la que desenvolverse y también unos privilegios que pueden llamar suyos, de donde se sigue que hay derechos de los animales tan sagrados como los de los hombres. O más todavía, la figura luminosa de Francisco de Asís reconociendo la fraternidad con la naturaleza toda.
Pero tales recuerdos y el discurso anterior no hacen sino abrir un gran número de preguntas bien difíciles de responder. ¿Dónde poner el límite de los derechos que reclaman justicia? ¿Dónde el de la vulnerabilidad que exige una protección responsable por parte de quien puede ejercerla? ¿En la especie humana? ¿En la capacidad de sufrir? ¿En el género animal? ¿En la naturaleza toda?

Tal vez la solución no consista en extender el discurso de los derechos a todo bicho viviente, sino en potenciar la responsabilidad de quienes pueden proteger a seres que son valiosos y vulnerables y no lo hacen. En este caso, potenciar la responsabilidad de los seres humanos.

Adela Cortina - es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia y directora de la Fundación Étnor.

05 septiembre 2006

Las aparentes paradojas de la Ley contra la Violencia de Género


El aumento del número de mujeres asesinadas, diez más que el año anterior, después de la entrada en vigor de la Ley contra la Violencia de Género, es un dato que puede dar pie a interpretaciones y valoraciones profundamente erróneas. Especialmente, por parte de aquellos que nunca quisieron esta ley y que la tuvieron que aceptar a regañadientes.

Esta ley no ha fracasado porque aumenten las víctimas, de forma inmediata. Porque ese no es el objetivo, sino la consecuencia del que sí es el objetivo principal: dotar a las mujeres de instrumentos jurídicos, materiales e institucionales frente a la dominación de género. Esta ley fracasaría si hoy las mujeres no tuvieran más poder para defenderse de la violencia de género y para reafirmar su libertad, su autonomía y su seguridad. Y eso no ocurre ahora por que esta ley ha posibilitado más poder y más igualdad a las mujeres.

La ley va dirigida a la raíz del problema, que no es, sino, la dominación y la desigualdad de género de los hombres sobre las mujeres. Y es de esta raíz política y social de la que surge la violencia , el maltrato y el asesinato. Ante el aumento del empoderamiento de las mujeres, la violencia del dominador, en un primer instante, como que en el que estamos en estos meses, se radicaliza y extrema. Ha sido siempre así, en todo proceso de emancipación. Esta es una ley que atiende a un problema político, no sólo a conductas individuales desviadas. Sin abordar este problema político de la dominación de género, es muy difícil que remita la violencia o el maltrato. Al igual que si abordara el racismo, sería muy difícil que se redujera, significativamente, la violencia racista.

Esto no implica que no revisemos, críticamente, tanto la ley como su aplicación, para mejorarla y detectar vacíos, errores, insuficiencias que facilitan la labor de los maltratadores y asesinos. Son muchas las cosas que quedan por hacer en esta materia, y es urgente e imprescindible hacerlas. Pero ese no es el núcleo central de la cuestión. El núcleo central, lo repito de nuevo, es la dominación institucionalizada de género.

Para entender mejor la naturaleza política y compleja de los asesinatos de género, es preciso analizar cómo la totalidad de los cincuenta asesinatos que ha habido, en lo que llevamos de año, se han producido cuando la mujer ha dicho no al maltrato, no a la dominación o, sencillamente, ha pretendido elegir su propio camino. Bien por que ha roto la relación sentimental, bien por que ha solicitado el divorcio o porque se ha alejado físicamente del control del hombre. El asesino de género lo que pretende matar, con el crimen, es la libertad de la mujer, que le resulta insoportable. Por ello, si ese es el objetivo del asesino, es el bien que trata de proteger la ley.

Veamos algunos datos más, en este sentido. De las cincuenta mujeres asesinadas (escribo a la altura del 2 de septiembre), más de la mitad han sido asesinadas por sus maridos (57%) y las restantes por sus novios o compañeros. El 40% de los asesinos, o se ha suicidado (el 26 %) o lo han intentado (el 14%). De aquellos asesinos que ni se suicidan, ni lo intentan, el 43% se entrega voluntariamente, y el restante 57% es detenido sin muchas dificultades. De tal modo que, la totalidad de los asesinatos de estas cincuenta mujeres, o están muertos o están detenidos.
Como se puede ver, por medio de este breve resumen de datos, nos encontramos ante un tipo de criminalidad especial. La función disuasoria de la amenaza de la pena es pavorosamente inútil, cuando el delincuente busca su propia autodestrucción o se entrega voluntariamente a la justicia. Pero la violencia de género no se limita al asesinato, sino que incluye prácticas constantes y cotidianas de maltrato que, sí pueden ser previstas y evitadas por la ley, y que las estadísticas oficiales no reflejan, por la enorme dificultad de medición de las mismas. Y en este capítulo sí que estoy convencido que la ley está ya teniendo efectos positivos de disminución. Y el tiempo lo dirá. Una prueba de ello es el aumento de la denuncias y, desgraciadamente, otra vez la cruel paradoja de la emancipación, en el aumento de los asesinatos.

Aquí vale también aplicar esa feliz y famosa frase de Antonio Gramsci “del optimismo de la voluntad y del pesimismo de la inteligencia”. Que sigan creciendo los asesinatos de género no es ningún fatum que haya que aceptar cono inevitable. Podemos y debemos detener esta espiral enloquecida (optimismo de la voluntad). Pero los éxitos de esta lucha y de esta ley no se pueden medir en exclusiva por el número de víctimas (pesimismo de la inteligencia), sino por el grado de libertad y seguridad que ha dado a las mujeres. Y ese es, hoy, más alto que el que tendrían, y tendríamos, si no tuviéramos una ley como esta.

04 septiembre 2006

La TAUROMAQUIA: entre la banalidad del mal y el fascismo de especie


La filósofa judía y alemana H. Arent, en un conocido texto sobre el juicio a un burócrata nazi, celebrado en Israel (“Eichmann en Jerusalén”), reflexionaba sobre la naturaleza banal del mal. Eichman era un hombre gris, sistemático, meticuloso, perfeccionista, fiel cumplidor de sus obligaciones profesionales y familiares, interesado atentamente por la salud, los estudios y el bienestar de sus hijos, sin sombra alguna de fanatismo ideológico ni de odio étnico o iluminación religiosa. Era, en fin, un buen y honrado hombre común alemán. Pero ese hombre honrado planificó, técnicamente, el exterminio de millones de hombres, mujeres y niños judíos en las cámaras de gas.

¿Cómo era posible esto? ¿En qué momento, a partir de qué resorte mental, el honrado y pulcro funcionario prusiano se convierte en el carnicero nazi? Eichman era un individuo para el cual los límites de la comunidad moral coincidían exactamente con los límites del derecho público alemán. No era un ciego, era un miope moral, incapaz de percibir, y mucho menos sentir, el sufrimiento ajeno. Sólo así se puede explicar la distancia entre el honrado funcionario y el frío genocida.

He recordado estas reflexiones de Arent, a partir de los correos electrónicos que estoy recibiendo, algunos de ellos muy poco amistosos y educados, por la propuesta de suprimir las subvenciones públicas a las corridas de toros. Los taurinos - que son muchos menos de los que ellos dicen, pero muchos más de lo que la decencia y la cordura aconsejarían - se defienden proclamando que, entre sus filas, hay ilustres intelectuales, artistas renombrados, hombres y mujeres de izquierda. En definitiva, buena gente. Y no seré yo quién lo niegue. De hecho yo mismo conozco a un puñado de estos.

¿Entones, cómo es posible que se sea buena gente y, al mismo tiempo, tan insensible ante el sufrimiento animal? Que se acuda a la muerte y tortura de un animal, como si se tratara de un concierto de música o de una obra de teatro… Y aquí es donde retomo la tesis de Arent, sobre la banalidad del mal, a propósito de Eichman. Los taurinos, al menos muchos taurinos (los “buena gente”) son también, como Eichman, unos miopes morales, incapaces de trascender las fronteras de la especie, violando así el sentimiento innato de compasión ante el dolor, con el que todos y todas nacemos y nos socializamos. La banalidad del mal es el soporte social de los fascismos de todo tipo. Los fascistas no son millones, pero los banales sí. En el caso de los toros y del maltrato animal, estamos ante el soporte del fascismo de especie, que concibe al ser humano en guerra permanente de explotación y exterminio sobre el resto de los seres vivos, a los que se les invisibiliza como seres y se les representa como cosas.