07 junio 2006

Elogio a la apostasía o a la libertad de elegir


Hay palabras que huelen … y apostasía huele a hoguera y a tribunal del Santo Oficio. Cuando la oigo decir, más que cuando la leo, me viene siempre a la memoria el emperador romano más odiado y vilipendiado por el cristianismo (más que Nerón, que Tiberio o que Calígula): Juliano el Apóstata. El emperador que quiso parar y dar marcha atrás en la Historia; volver de nuevo al paganismo y hacer pública renuncia del catolicismo. Odiado más por retrógrado que por pagano. Estuvo a punto de dar al traste con la teogonía progresista de la Historia, que el cristianismo representa. El tiempo lineal cristiano, victorioso sobre el tiempo cíclico pagano del eterno retorno. Juliano puso en peligro a la Religión de la Historia, haciendo entrar a la religión (la contingencia, la libertad, la fuerza) dentro de la Historia. Por eso le llamaron "maldito los siglos". Al fin y al cabo, estuvo a un triz de aguar la fiesta y de cambiar el guión de la trola más grande jamás contada.

Así que la palabra apostasía se mueve en mi imaginario, y creo que el de muchos otros, entre el terror de la persecución y el oprobio de la infamia. Pero si nos reponemos de estas primeras impresiones sensitivas (olor, temor, vergüenza), emerge una poderosa asociación entre la apostasía y la libertad. Incluso, si me apuran, extiendo la asociación hasta la soberbia. La apostasía es un acto de soberanía individual, de quien no quiere estar donde no ha decidido ir. La palabra apostasía - aclarémoslo ya, por si hay alguien no lo sabía - es una palabra del Código de Derecho Canónico, definido como: "el rechazo total de la fe cristiana" (Canon 751), y la enumera entre los delitos contra la religión y la unidad de la Iglesia, castigados por excomunión latae sententiae (Canon1364). El derecho canónico distingue netamente la apostasía de la here­jía. Herejía es la "negación pertinaz, después del bautismo, de una ver­dad que ha de creerse". Apostasía es el rechazo total de la fe.

En términos un poco más simples, coloquiales y menos dramáticos, la apostasía es la acción de solicitar la baja en la Iglesia Católica. La baja voluntaria, claro está. Es el ejercicio práctico de un derecho que la Iglesia se resiste a admitir, y que provoca continuas dilaciones, retrasos y obstáculos a aquellos que lo solicitan. Y aquí es donde está el problema de miles de personas que han solicitado la baja, en los últimos años, en España. No pueden salir de la Iglesia. Literalmente, están condenados a ser miembros involuntarios de una confesión religiosa. Muchos y muchas son los que se niegan a ser utilizados como militantes católicos, en las reclamaciones de financiación pública de los obispos.

Muchas de estas personas se han dirigido al Congreso de los Diputados, denunciando que llevan años intentando apostasiar y que, por un motivo u otro, la Iglesia no les deja. La iglesia se convierte, de esta forma, en una especie de “huerto del francés”: el que entra no sale más de él. Antes, la apostasía conllevaba la muerte física. Ahora la muerte civil, en cuanto que no te permiten elegir el pertenecer o no a una confesión religiosa.

La apostasía pública y responsable que estas personas deciden es un acto de profundo respeto a las creencias religiosas que no comparten. El apostata es mucho más respetuoso con la religión que aquellos que celebran misas sin Dios y ritos sin fe, adosados a un Catolicismo social, cargado de hipocresía (sepulcros blanqueados). El apóstata respeta a lo que no cree, rindiendo tributo a la verdad de su conciencia y de su libertad. Yo, si fuera católico, sería el más firme defensor del derecho a la apostasía .

Por todo ello, hemos tenido que proponer una Proposición no de Ley, para que el Gobierno haga efectiva la protección de los dos derechos fundamentales que están aquí en juego: el derecho a la libertad de asociación y el derecho a la libertad religiosa e ideológica. La Iglesia está obligada a conceder, ipso facto, las solicitudes de baja que cualquier ciudadano solicite. Y el Estado está obligado a hacer cumplir y proteger estos derechos. Y, de lo contrario, a actuar contra los que, obispos o no, lesionen estos derechos.
Francisco Garrido